viernes, 24 de octubre de 2008

Para alguna gente la vida empieza a los 40




Inscripta en el debate acerca de la legalización del aborto, la eutanasia, el consumo de marihuana y otros temas considerados “ríspidos” para la ortodoxia religiosa, la Iglesia Católica argentina ha lanzado la campaña “Testimonios de vida”. Mediante esta campaña, dirigida en principio a la prensa gráfica, pero que luego contará con spots radiales y televisivos, el episcopado argentino ha decidido ir preparando el clima entre sus fieles para la que supone una agresiva ofensiva de “réprobos de todo pelaje y color que escudados en un falso humanitarismo pretenden confundir, debilitar y finalmente disgregar a las familias argentinas”.
He aquí y con carácter de primicia absoluta el primero de los testimonios que se dará publicidad:

Testimonio:
Siendo niña me interpuse sin quererlo en la trayectoria de un cenicero de bronce de dos kilos de peso que mi madre había lanzado a mi padre quién se hallaba semidesnudo en un sofá de dos cuerpos del living-room instruyendo sobre sus obligaciones venéreas a la nueva empleada hogareña.
Desperté bajo una especie de campana de vidrio conectada de manera diversa a distintos aparatos. Tenía entonces 39 años. Pesaba 35 kilos, medía 1’30 m, mis articulaciones tenían la flexibilidad de la cintura de Nelly Beltrán y mi masa muscular no hubiese alcanzado para alimentar a un hamster. Después de un año de intensos tratamientos de recuperación abandoné el sanatorio Adoratrices de un hilo de vida midiendo 1,32 m y pesando 84 kg tres días después de cumplir 40 años.
Debo mi vida a la lucha de la Iglesia Católica y sus instituciones sanitarias que de manera porfiada se opusieron a mi “desconexión” reiteradamente solicitada por supuestos organismos “humanitarios” y funcionarios de la Secretaría de Energía. Sobreviví milagrosamente a los cortes de luz programados en época de Alfonsín y a la crisis energética del 2007 así como a las reiteradas fallas en la central de Atucha y a la eventual falta de agua en Yaciretá.
Estaba huérfana, mis padres habían muerto en un duelo con tramontinas, sin medios materiales ni intelectuales (era analfabeta) para ganarme la vida, invadida por un odio visceral hacia los fumadores y llevando por único patrimonio el cariñoso mote que me habían puesto las enfermeras del sanatorio: Potucita.
Pero la Santa Madre Iglesia no me abandonó. Me consiguieron un trabajo al servicio del Padre Vergara, hombre de extraordinarias dotes, que se dedica al cuidado de niños carenciados de entre cinco y quince años en la parroquia de Villa Ortúzar. Además, de cuando en cuando, debo acompañar a alguna eminencia en teología a los programas de M. Grondona, J. Morales Solá y otros por el estilo para corroborar con mi presencia y testimonio que solo Dios es dueño de darnos y quitarnos la vida frente a los insidiosos pecadores que promueven la eutanasia y el aborto.
Una cierta angustia se apodera brevemente de mí cuando observo que el padre Vergara se sienta relajadamente en un sofá de la sacristía a dar lecciones de vida a algún jovencito necesitado de afecto y conocimientos, pero desde que saqué los pesados ceniceros que allí se encontraban ese sentimiento de aflicción ha disminuido. En fin, mi vida a empezado a los cuarenta y puedo decir que soy feliz.

Virginia L.

Clara Egg Zetkin para “El progreso” de Luján 24/10/08

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